sábado, 2 de febrero de 2013

El cementerio francés



Fíjese usted y no me diga que a mí sólo me gusta remedar a la gente y burlarme de ella. No. Nada de eso. Fíjese usted y dígame si no tengo razón. Los franceses son unos perros y ese es su destino. Yo no sé, nacieron para eso. Fíjese. Ella vino de Francia y se hospedó en una pensión que está en el centro. Venía con una carta de recomendación para una monja francesa que fue quien me buscó a mí, sí señor. Como la hermana sabía que yo trabajé en el Canal me mandó a llamar con mi cuñado, que les hace trabajos de carpintería a las monjas. Pero óigame, espérese. Como le venía diciendo, mi cuñado a veces les hace algún trabajo a las hermanitas, desde hace muchos años, y él me recomendó a la hermana Marie Gabrielle. Ella era la directora y necesitaba arreglar un problema en las cañerías. Mi cuñado le dijo que yo le podía componer el desperfecto y ahí comenzó todo. Por eso, cuando llegó la señora, la hermana me mandó a llamar y me dijo que confiaba en mí y me contó la historia para que yo la supiera y colaborara más. Así fue como yo me enteré, porque la señora esa apenas si hablaba. Eso sí, fue muy correcta en su pago y hasta generosa, muy generosa, porque me dejó una buena propina, sí señor. El asunto se demoró un poco por los trámites, usted sabe. Que si el cónsul, que si el alcalde, que si el administrador. Usted conoce a los gringos mejor que yo y sabe cómo son ellos con esas cosas. Por fin le dieron el permiso a la señora y nos fuimos para el cementerio. La señora quiso que fuera la hermana y también llevaron a un cura. Fue el cónsul y un señor que también hablaba franchute. Además fue un míster de la administración que me conoce a mí. Míster Brown. ¿Se acuerda de él? Usted sabe quién es él, ¿no va a saber? Y yo convidé a un negro que vive más arriba de la casa. Yo le había dicho a la señora que necesitaba un compañero porque ese era un trabajo duro y ella me dijo que estaba bien. Bueno, siempre a través de la hermana porque la señora no hablaba ni inglés, pues; y nos fuimos tempranito para el Cementerio Francés. Claro, yo había estado allá, pero una cosa es estar en ese camposanto y saber que ahí están enterrados todos esos franceses que se murieron cuando estaban haciendo el Canal, y otra ponerse a buscar una tumba. Usted sabe cómo es ese cementerio. Un montón de crucecitas chiquitas y en cada cruz está escrito el nombre del muerto enterrado allí. Un calorón, compadre. A mí como que se me había olvidado el sol que hace en ese Cementerio Francés. Con razón se moría tanta gente. Cuando era calor, el sol que reventaba; cuando era lluvia, la humedad y el vaporón, y en aquella época en la que ni los gringos habían llegado imagínese usted. Por fin conseguimos la tumba del hermano de la señora. Fíjese, pues, fíjese cómo fue la historia. Parece que el hermano de la señora se vino para Panamá todo entusiasmado a trabajar en la construcción del Canal y aquí se enfermó, de fiebre amarilla o de paludismo, no sé, y se murió. Pero usted sabe cómo eran las cosas en esa época. Al muchacho lo enterraron aquí porque cómo se iban a llevar ese cadáver putrefacto para Francia y el cónsul, pero otro cónsul, el de aquella época, le mandó una carta a la familia, participándole, pues, lo de la muerte del muchacho. La carta llegó tarde. El correo en aquellos años no era tan eficiente. Parece que la carta no llegó sino varios meses más tarde y, entonces, la familia recibió la noticia con retraso. Hasta ese momento la familia creía que el muchacho estaba bueno y sano, echando pico en el Canal y no, el muchacho ya estaba muerto, enterrado para siempre en el Cementerio Francés. Me contó la hermana que la mamá del muchacho y que gritaba y gritaba que no, que el muchacho estaba vivo, que no podía haber muerto porque ella no lo había sentido así en su corazón. La pobre mujer se enfermó de angustia y dolor. En sus delirios decía y repetía que su hijo no estaba muerto, que su hijo aún vivía, que su hijo iba a volver un día cargado de oro y con una guacamaya en el hombro, que su hijo le llevaría nietos indios, piedras que suenan, aguas de la eterna juventud. Repetía mil veces que su hijo no había muerto, que su hijo estaba aún con vida y que algún día regresaría, lleno de gloria y riquezas, por el mismo camino por el que se había ido. Que no había muerto, que ella lo sabía, que estaba seguro de ello, y eso lo repetía día y noche. Seguía mal y, fíjese usted, poco antes de morir parece que empezó a decir que su hijo había sido víctima de unos perros que llamaban algo así como “calvinistas”, del demonio vestido de perro, pero que su hijo realmente no estaba muerto, que ella lo sabía, que estaba segura de eso. Pocas horas antes de morir llamó a su hija, a la señora que me contrató, y le pidió, le hizo prometer, que viajara a Panamá a buscar a su hermano. La muchacha se lo prometió y le juró mil veces que así lo haría. La joven se casó no mucho tiempo después, pero nunca olvidó el deseo postrero de la madre ni su propio juramento. Poco a poco fue ahorrando, guardando sus centavos, para venir a Panamá a buscar el cadáver de su hermano, pero luego vinieron las guerras y sus ahorros se fueron en espantar el hambre. Tantos años de privaciones y sacrificios y otra vez a comenzar tras cada guerra. La señora, sin embargo, persistió y volvió a juntar sus centavos y, fíjese usted, vino a Panamá. Trajo una carta de recomendación y se encontró con la hermana Marie Gabrielle que la ayudó en todo. La hermana, incluso, la acompañó de regreso a Francia para apoyarla, para darle aliento, aunque, lo que son las cosas, la señora no parecía muy compungida que digamos. No sé. Y no la estoy remedando. No vaya a pensar eso; no, por favor. Ponía una cara como de desentendida y, claro, ella sólo hablaba con la monja. La señora dijo algo que yo, por supuesto, no entendí. A mí se me pararon los pelos en aquel momento y creo que a todos les pasó lo mismo. Todos gritaron, se espantaron. El cura mantuvo en suspenso su agua bendita como dudando si lanzarla o no. El cónsul discutió con el míster y yo no sé, con eso se armó una alharaca increíble. Creo que hasta el administrador intervino. Fíjese usted. El esqueleto lo metieron en unas cajas y alguien me dijo que lo iban a llevar a un museo, a un laboratorio que tienen los gringos en una isla aquí en Panamá; pero, en definitiva, yo no sé qué pasó con los huesos. Yo me persigné y todavía recuerdo la cara de la señora, sudorosa y enrojecida por el sol. Quizá cuando venga la hermana Marie Gabrielle me cuente por qué la señora no quiso que abrieran otras tumbas. A lo mejor tenía razón, tal vez no iba a encontrar a su hermano. A fin de cuentas cómo iba a saber, tantos años después, que los huesos de una tumba que llevara otro nombre eran los de su hermano. Y, fíjese, el míster mandó a buscar el nombre del fulano en todas las cruces y nada. Todos tenían nombres distintos. Fíjese usted, venir de tan lejos a buscar el cadáver de su hermano y dar con la tumba en medio de tantas tumbas y abrir el cajón y encontrar el esqueleto de un perro, armado, como si alguien hubiera pegado con precisión los huesos. Casi parecía que el bicho iba a ladrarnos, a mordernos, a brincarnos.

 Horacio Biord Castillo
(Panamá, 1990)