Fíjese
usted y no me diga que a mí sólo me gusta remedar a la gente y burlarme de
ella. No. Nada de eso. Fíjese usted y dígame si no tengo razón. Los franceses
son unos perros y ese es su destino. Yo no sé, nacieron para eso. Fíjese. Ella
vino de Francia y se hospedó en una pensión que está en el centro. Venía con
una carta de recomendación para una monja francesa que fue quien me buscó a mí,
sí señor. Como la hermana sabía que yo trabajé en el Canal me mandó a llamar
con mi cuñado, que les hace trabajos de carpintería a las monjas. Pero óigame,
espérese. Como le venía diciendo, mi cuñado a veces les hace algún trabajo a
las hermanitas, desde hace muchos años, y él me recomendó a la hermana Marie
Gabrielle. Ella era la directora y necesitaba arreglar un problema en las
cañerías. Mi cuñado le dijo que yo le podía componer el desperfecto y ahí
comenzó todo. Por eso, cuando llegó la señora, la hermana me mandó a llamar y
me dijo que confiaba en mí y me contó la historia para que yo la supiera y
colaborara más. Así fue como yo me enteré, porque la señora esa apenas si
hablaba. Eso sí, fue muy correcta en su pago y hasta generosa, muy generosa,
porque me dejó una buena propina, sí señor. El asunto se demoró un poco por los
trámites, usted sabe. Que si el cónsul, que si el alcalde, que si el administrador.
Usted conoce a los gringos mejor que yo y sabe cómo son ellos con esas cosas.
Por fin le dieron el permiso a la señora y nos fuimos para el cementerio. La
señora quiso que fuera la hermana y también llevaron a un cura. Fue el cónsul y
un señor que también hablaba franchute. Además fue un míster de la
administración que me conoce a mí. Míster Brown. ¿Se acuerda de él? Usted sabe
quién es él, ¿no va a saber? Y yo convidé a un negro que vive más arriba de la
casa. Yo le había dicho a la señora que necesitaba un compañero porque ese era
un trabajo duro y ella me dijo que estaba bien. Bueno, siempre a través de la hermana
porque la señora no hablaba ni inglés, pues; y nos fuimos tempranito para el Cementerio
Francés. Claro, yo había estado allá, pero una cosa es estar en ese camposanto
y saber que ahí están enterrados todos esos franceses que se murieron cuando
estaban haciendo el Canal, y otra ponerse a buscar una tumba. Usted sabe cómo
es ese cementerio. Un montón de crucecitas chiquitas y en cada cruz está
escrito el nombre del muerto enterrado allí. Un calorón, compadre. A mí como
que se me había olvidado el sol que hace en ese Cementerio Francés. Con razón
se moría tanta gente. Cuando era calor, el sol que reventaba; cuando era
lluvia, la humedad y el vaporón, y en aquella época en la que ni los gringos
habían llegado imagínese usted. Por fin conseguimos la tumba del hermano de la
señora. Fíjese, pues, fíjese cómo fue la historia. Parece que el hermano de la
señora se vino para Panamá todo entusiasmado a trabajar en la construcción del
Canal y aquí se enfermó, de fiebre amarilla o de paludismo, no sé, y se murió.
Pero usted sabe cómo eran las cosas en esa época. Al muchacho lo enterraron
aquí porque cómo se iban a llevar ese cadáver putrefacto para Francia y el
cónsul, pero otro cónsul, el de aquella época, le mandó una carta a la familia,
participándole, pues, lo de la muerte del muchacho. La carta llegó tarde. El
correo en aquellos años no era tan eficiente. Parece que la carta no llegó sino
varios meses más tarde y, entonces, la familia recibió la noticia con retraso.
Hasta ese momento la familia creía que el muchacho estaba bueno y sano, echando
pico en el Canal y no, el muchacho ya estaba muerto, enterrado para siempre en
el Cementerio Francés. Me contó la hermana que la mamá del muchacho y que
gritaba y gritaba que no, que el muchacho estaba vivo, que no podía haber
muerto porque ella no lo había sentido así en su corazón. La pobre mujer se
enfermó de angustia y dolor. En sus delirios decía y repetía que su hijo no
estaba muerto, que su hijo aún vivía, que su hijo iba a volver un día cargado
de oro y con una guacamaya en el hombro, que su hijo le llevaría nietos indios,
piedras que suenan, aguas de la eterna juventud. Repetía mil veces que su hijo
no había muerto, que su hijo estaba aún con vida y que algún día regresaría,
lleno de gloria y riquezas, por el mismo camino por el que se había ido. Que no
había muerto, que ella lo sabía, que estaba seguro de ello, y eso lo repetía
día y noche. Seguía mal y, fíjese usted, poco antes de morir parece que empezó
a decir que su hijo había sido víctima de unos perros que llamaban algo así
como “calvinistas”, del demonio vestido de perro, pero que su hijo realmente no
estaba muerto, que ella lo sabía, que estaba segura de eso. Pocas horas antes
de morir llamó a su hija, a la señora que me contrató, y le pidió, le hizo
prometer, que viajara a Panamá a buscar a su hermano. La muchacha se lo
prometió y le juró mil veces que así lo haría. La joven se casó no mucho tiempo
después, pero nunca olvidó el deseo postrero de la madre ni su propio
juramento. Poco a poco fue ahorrando, guardando sus centavos, para venir a
Panamá a buscar el cadáver de su hermano, pero luego vinieron las guerras y sus
ahorros se fueron en espantar el hambre. Tantos años de privaciones y
sacrificios y otra vez a comenzar tras cada guerra. La señora, sin embargo,
persistió y volvió a juntar sus centavos y, fíjese usted, vino a Panamá. Trajo
una carta de recomendación y se encontró con la hermana Marie Gabrielle que la
ayudó en todo. La hermana, incluso, la acompañó de regreso a Francia para
apoyarla, para darle aliento, aunque, lo que son las cosas, la señora no
parecía muy compungida que digamos. No sé. Y no la estoy remedando. No vaya a
pensar eso; no, por favor. Ponía una cara como de desentendida y, claro, ella
sólo hablaba con la monja. La señora dijo algo que yo, por supuesto, no
entendí. A mí se me pararon los pelos en aquel momento y creo que a todos les
pasó lo mismo. Todos gritaron, se espantaron. El cura mantuvo en suspenso su
agua bendita como dudando si lanzarla o no. El cónsul discutió con el míster y
yo no sé, con eso se armó una alharaca increíble. Creo que hasta el administrador
intervino. Fíjese usted. El esqueleto lo metieron en unas cajas y alguien me
dijo que lo iban a llevar a un museo, a un laboratorio que tienen los gringos
en una isla aquí en Panamá; pero, en definitiva, yo no sé qué pasó con los
huesos. Yo me persigné y todavía recuerdo la cara de la señora, sudorosa y
enrojecida por el sol. Quizá cuando venga la hermana Marie Gabrielle me cuente
por qué la señora no quiso que abrieran otras tumbas. A lo mejor tenía razón,
tal vez no iba a encontrar a su hermano. A fin de cuentas cómo iba a saber,
tantos años después, que los huesos de una tumba que llevara otro nombre eran
los de su hermano. Y, fíjese, el míster mandó a buscar el nombre del fulano en
todas las cruces y nada. Todos tenían nombres distintos. Fíjese usted, venir de
tan lejos a buscar el cadáver de su hermano y dar con la tumba en medio de
tantas tumbas y abrir el cajón y encontrar el esqueleto de un perro, armado,
como si alguien hubiera pegado con precisión los huesos. Casi parecía que el
bicho iba a ladrarnos, a mordernos, a brincarnos.
Horacio Biord Castillo
(Panamá, 1990)