El baño, cuando entré, estaba vacío. Mientras orinaba, sosegado por ese sentimiento de soledad que me reconfortaba, vi aparecer, no sé cómo ni de dónde, a un hombre atildado, de edad incierta. Sentí que se fijaba en mí pero no sabía cómo abordarme. Estaba un poco nervioso y salió de prisa del retrete, separado por tabiques, al que había entrado. Ya frente al espejo, cuando me lavaba las manos, me dirigió una mirada intensa, con unos ojos algo enrojecidos aunque un tanto apagados, que me pareció conocida y me motivó a saludarlo y a mantener un breve diálogo que se prolongó más allá de la puerta. Movido quizá por un gesto de caballerosidad o para mitigar lo embarazoso del encuentro, me invitó a tomar un café. Así iniciamos una agradable plática; al principio sobre lugares comunes, como la ciudad y los cada día mayores retos del tránsito. Luego abordamos lo que recordábamos o incluso imaginábamos que había podido ser la más tranquila y pequeña urbe de las décadas anteriores, cuando los tráfagos y apuros citadinos eran significativamente menores y no tan agobiantes como en la actualidad. De allí pasamos quizá a citar emplazamientos de lugares emblemáticos, autores, costumbres y usos que quizá estaban muy lejos de nuestras propias vivencias, más tal vez de las de él que de las mías, a juzgar por la apariencia de su edad, bastante difícil de poder atribuírsela, pero que al principio imaginé menor que la mía. Sin embargo, la memoria familiar y el gusto por los libros y papeles de antaño podían suplir la falta de protagonismo directo. La charla, como un espiral, se fue tornando cada vez más grata. Él era, indubitablemente, un sujeto de conversación subyugadora y fascinante. Quizá terminó de conquistarme con sus recuerdos de viajes, reales o imaginarios, ya no sé, a zonas remotas pobladas por indígenas. Terminamos almorzando juntos y una anécdota curiosa que nos hizo reír mucho fue que casi al unísono rechazáramos la oferta de pan con ajo que como entrada nos ofreció, gentil, el mesero. Este insignificante hecho nos preparó para una mayor camaradería. Durante la sobremesa, me sugirió que tomáramos una copa en su casa para celebrar el encuentro. No pude o no quise, quizá, negarme a este convite, tan inesperado como tentador.
La casa estaba situada a las afueras de la ciudad, en un hermoso barrio residencial. Nos fuimos en mi auto, pues él no había llevado el suyo, según me dijo, y en el camino la charla siguió tan entretenida como al principio. Ya en su hogar, elegante y bien arreglado, se esmeró para que me sintiera cómodo. Me fue mostrando las muchas curiosidades que lo acompañaban: hermosas obras de arte, recuerdos de viajes a sitios remotos y exóticos, muñecas vestidas a la usanza de esos lugares, antigüedades en gran parte heredadas de su familia, una extensa colección de sellos en la que sobresalía el tema de los castillos. Este ambiente nos llevó a recordar nuestros gustos afines y a evocar quizá lecturas o incluso lo que percibíamos como viejas vivencias. Tenía una biblioteca repleta de volúmenes antiguos, encuadernados en cuero, la mayoría con los datos grabados en oro sobre el lomo. También atesoraba mapas muy viejos, algunos enmarcados y colocados en las paredes del estudio, contiguo a la biblioteca. Los más estaban guardados en rollos o en un enorme mueble de madera con gavetas dispuestas para conservarlos. Al mostrármelos, me impresionó su erudición cartográfica, salpicada de detalles precisos sobre los contornos y realidades que mostraban los mapas. Ese exquisito modo suyo de describirme los datos y de narrarme posibles acontecimientos me distrajo y deleitó sobremanera. Lo escuchaba con atención y creía revivir, en sus palabras, historias ajenas o viajar y posar mi mirada sobre tantos sitios que tal vez sólo existieran en desconocidas novelas de caballería. Tal era su poder evocativo.
Una historia, entre las demás, me cautivó. Me enseñó unas cartas antiguas de una localidad donde había una curiosa ermita, cuyos nombres, sin embargo, no pude memorizar. Pronto dejó el mapa y me habló de unos perros que asolaron hacía muchos siglos aquellas comarcas y que estaban representados como gárgolas, imagino, en las paredes exteriores del templo. Ese relato me hizo recordar un sueño recurrente que había tenido durante semanas. Eran perros con caras extrañas que descendían volando del techo de una iglesia y me perseguían, mordisqueándome con saña. Le comenté este sueño que lo interpretaba como una difícil situación que vivíamos en mi familia por el reparto de una herencia, no muy cuantiosa pero apetecible. Sentía que mis parientes dejaban su fidelidad a los lazos de sangre y se transformaban en seres depredadores movidos por la avidez. No les importaba atropellar a sus seres queridos. Él esbozó una sonrisa ante mi confidencia y, en un tono que sonaba triste aunque lejano, como el sonido de una quena, me dijo que podía entenderme. Era el duodécimo hijo de una larga familia. Sus hermanos mayores eran todos varones y luego le seguían varias hembras. Especialmente éstas, que habían sido su adoración y sus compañeras debido a la cercanía de edad, se mostraron muy violentas tras la muerte del padre y el reparto de la herencia. La madre, creí entenderle, había muerto tras el último parto. En el caso de su familia, la herencia parecía haber sido generosa, rica en propiedades y objetos de valor, como lo atestiguaban sus propias pertenencias, esas maravillosas obras de arte que engalanaban la casa, acaso los libros de la biblioteca. Mi sueño parecía expresar una situación similar y, como en el caso del pan con ajo, volvimos a sonreír y, para decirlo de alguna manera, celebramos la coincidencia con un pastel de pera y miel y un vaso de vino dulce que sirvió en la terraza y que alargó la conversación, tornándola aún más grata.
Hablamos de nuestros gustos, de la forma como preferíamos disfrutar, de esas extrañas coincidencias, aparentemente anodinas, que llenan de significado nuestras vidas y las cruzan con otras muchas a lo largo de los años, tejiendo redes perdurables y casi indestructibles de afectos. Quizá la conversación se fue por los derroteros de la evocación de familiares ya fallecidos o de personas que habían dejado huellas en nosotros. Pero no fue, como podría suponerse, una mera conversación funeraria. Más bien estaba llena de gozo, porque la rememoración de cada persona nos traía de nuevo no sólo sus cualidades y gestos sino también las circunstancias de su vida. A ratos tuve la sensación de que escribíamos una larga novela consistente en la presentación de una galería de personajes cuyos retratos colgaban de un suntuoso museo, identificados con un solo nombre o algún atributo, como “Don Diego Martínez de la Sota. Cuarto Marqués de Torre Alba” o “Luis Blumer. Pintor”. No sé si inventábamos sus vidas o si recordábamos selectivamente aspectos y asuntos que nos hubiera gustado vivir o revivir, según el caso. Creo que mis biografías eran ligeras y sencillas, pero las de mi amable anfitrión resultaban en extremo elaboradas, minuciosas y sugerentes. Dudé si hablaba con un simple hombre de gran sensibilidad o con un experto en genealogía e historia social. También noté en él una facilidad poco común para los idiomas, quizá producto de un excelente oído musical. Me deleitaron las pronunciaciones que hacía, sin afectación aparente, de ciudades, apellidos y países extranjeros. Sin darnos cuenta la tarde fue cayendo y casi oscurecía. Sentí que era hora de marcharme y, a pesar de sus ruegos para que me quedase un rato más, o tomara otra copa o un café, me resolví a dejar a aquel hombre tan amable y aquella casa tan acogedora. Su jardín me había deleitado, en especial esa diversidad de matices y formas que creaban tantas plantas, árboles y flores, éstas últimas en gran variedad, tanto que parecían un catálogo. Eché de menos que no hubiera allí rosas y se lo hice saber a su dueño. Él sonrió y dijo algo, como un juego de palabras, que aludía a su repulsión por las espinas. Esto nos sirvió para alargar un poco más la charla y revisar otras especies carentes de las molestas excrecencias puntiagudas.
El inesperado encuentro y el haber compartido tanto aquel día, el café, el almuerzo, la merienda, la velada en su casa, nos unieron hondamente. Le di un fuerte apretón de manos: Las mías, sin esa intención inicial, intentaron calentar las suyas ya frías por la excesiva exposición al relente del jardín. Creo que se conmovió mucho y me dio un largo y fuerte abrazo, como manifestándome una vez más esa intensa sensación de profundidad temporal que parecía unirnos. No por turbación sino debido a una ligera sensación de calambre, apuré aquella sincera revelación de afecto. Su cabeza se detuvo brevemente en mi hombro y creo que se enjugó con disimulo una lágrima que ni siquiera me atreví a comentar. Dos días más tarde mi hijo, preguntándome su causa, me hizo notar dos pequeñas cicatrices, que como extraños rasguños tenía en mi cuello.
Horacio Biord Castillo
(mayo, 2011)
No hay comentarios:
Publicar un comentario