sábado, 2 de febrero de 2013

El cementerio francés



Fíjese usted y no me diga que a mí sólo me gusta remedar a la gente y burlarme de ella. No. Nada de eso. Fíjese usted y dígame si no tengo razón. Los franceses son unos perros y ese es su destino. Yo no sé, nacieron para eso. Fíjese. Ella vino de Francia y se hospedó en una pensión que está en el centro. Venía con una carta de recomendación para una monja francesa que fue quien me buscó a mí, sí señor. Como la hermana sabía que yo trabajé en el Canal me mandó a llamar con mi cuñado, que les hace trabajos de carpintería a las monjas. Pero óigame, espérese. Como le venía diciendo, mi cuñado a veces les hace algún trabajo a las hermanitas, desde hace muchos años, y él me recomendó a la hermana Marie Gabrielle. Ella era la directora y necesitaba arreglar un problema en las cañerías. Mi cuñado le dijo que yo le podía componer el desperfecto y ahí comenzó todo. Por eso, cuando llegó la señora, la hermana me mandó a llamar y me dijo que confiaba en mí y me contó la historia para que yo la supiera y colaborara más. Así fue como yo me enteré, porque la señora esa apenas si hablaba. Eso sí, fue muy correcta en su pago y hasta generosa, muy generosa, porque me dejó una buena propina, sí señor. El asunto se demoró un poco por los trámites, usted sabe. Que si el cónsul, que si el alcalde, que si el administrador. Usted conoce a los gringos mejor que yo y sabe cómo son ellos con esas cosas. Por fin le dieron el permiso a la señora y nos fuimos para el cementerio. La señora quiso que fuera la hermana y también llevaron a un cura. Fue el cónsul y un señor que también hablaba franchute. Además fue un míster de la administración que me conoce a mí. Míster Brown. ¿Se acuerda de él? Usted sabe quién es él, ¿no va a saber? Y yo convidé a un negro que vive más arriba de la casa. Yo le había dicho a la señora que necesitaba un compañero porque ese era un trabajo duro y ella me dijo que estaba bien. Bueno, siempre a través de la hermana porque la señora no hablaba ni inglés, pues; y nos fuimos tempranito para el Cementerio Francés. Claro, yo había estado allá, pero una cosa es estar en ese camposanto y saber que ahí están enterrados todos esos franceses que se murieron cuando estaban haciendo el Canal, y otra ponerse a buscar una tumba. Usted sabe cómo es ese cementerio. Un montón de crucecitas chiquitas y en cada cruz está escrito el nombre del muerto enterrado allí. Un calorón, compadre. A mí como que se me había olvidado el sol que hace en ese Cementerio Francés. Con razón se moría tanta gente. Cuando era calor, el sol que reventaba; cuando era lluvia, la humedad y el vaporón, y en aquella época en la que ni los gringos habían llegado imagínese usted. Por fin conseguimos la tumba del hermano de la señora. Fíjese, pues, fíjese cómo fue la historia. Parece que el hermano de la señora se vino para Panamá todo entusiasmado a trabajar en la construcción del Canal y aquí se enfermó, de fiebre amarilla o de paludismo, no sé, y se murió. Pero usted sabe cómo eran las cosas en esa época. Al muchacho lo enterraron aquí porque cómo se iban a llevar ese cadáver putrefacto para Francia y el cónsul, pero otro cónsul, el de aquella época, le mandó una carta a la familia, participándole, pues, lo de la muerte del muchacho. La carta llegó tarde. El correo en aquellos años no era tan eficiente. Parece que la carta no llegó sino varios meses más tarde y, entonces, la familia recibió la noticia con retraso. Hasta ese momento la familia creía que el muchacho estaba bueno y sano, echando pico en el Canal y no, el muchacho ya estaba muerto, enterrado para siempre en el Cementerio Francés. Me contó la hermana que la mamá del muchacho y que gritaba y gritaba que no, que el muchacho estaba vivo, que no podía haber muerto porque ella no lo había sentido así en su corazón. La pobre mujer se enfermó de angustia y dolor. En sus delirios decía y repetía que su hijo no estaba muerto, que su hijo aún vivía, que su hijo iba a volver un día cargado de oro y con una guacamaya en el hombro, que su hijo le llevaría nietos indios, piedras que suenan, aguas de la eterna juventud. Repetía mil veces que su hijo no había muerto, que su hijo estaba aún con vida y que algún día regresaría, lleno de gloria y riquezas, por el mismo camino por el que se había ido. Que no había muerto, que ella lo sabía, que estaba seguro de ello, y eso lo repetía día y noche. Seguía mal y, fíjese usted, poco antes de morir parece que empezó a decir que su hijo había sido víctima de unos perros que llamaban algo así como “calvinistas”, del demonio vestido de perro, pero que su hijo realmente no estaba muerto, que ella lo sabía, que estaba segura de eso. Pocas horas antes de morir llamó a su hija, a la señora que me contrató, y le pidió, le hizo prometer, que viajara a Panamá a buscar a su hermano. La muchacha se lo prometió y le juró mil veces que así lo haría. La joven se casó no mucho tiempo después, pero nunca olvidó el deseo postrero de la madre ni su propio juramento. Poco a poco fue ahorrando, guardando sus centavos, para venir a Panamá a buscar el cadáver de su hermano, pero luego vinieron las guerras y sus ahorros se fueron en espantar el hambre. Tantos años de privaciones y sacrificios y otra vez a comenzar tras cada guerra. La señora, sin embargo, persistió y volvió a juntar sus centavos y, fíjese usted, vino a Panamá. Trajo una carta de recomendación y se encontró con la hermana Marie Gabrielle que la ayudó en todo. La hermana, incluso, la acompañó de regreso a Francia para apoyarla, para darle aliento, aunque, lo que son las cosas, la señora no parecía muy compungida que digamos. No sé. Y no la estoy remedando. No vaya a pensar eso; no, por favor. Ponía una cara como de desentendida y, claro, ella sólo hablaba con la monja. La señora dijo algo que yo, por supuesto, no entendí. A mí se me pararon los pelos en aquel momento y creo que a todos les pasó lo mismo. Todos gritaron, se espantaron. El cura mantuvo en suspenso su agua bendita como dudando si lanzarla o no. El cónsul discutió con el míster y yo no sé, con eso se armó una alharaca increíble. Creo que hasta el administrador intervino. Fíjese usted. El esqueleto lo metieron en unas cajas y alguien me dijo que lo iban a llevar a un museo, a un laboratorio que tienen los gringos en una isla aquí en Panamá; pero, en definitiva, yo no sé qué pasó con los huesos. Yo me persigné y todavía recuerdo la cara de la señora, sudorosa y enrojecida por el sol. Quizá cuando venga la hermana Marie Gabrielle me cuente por qué la señora no quiso que abrieran otras tumbas. A lo mejor tenía razón, tal vez no iba a encontrar a su hermano. A fin de cuentas cómo iba a saber, tantos años después, que los huesos de una tumba que llevara otro nombre eran los de su hermano. Y, fíjese, el míster mandó a buscar el nombre del fulano en todas las cruces y nada. Todos tenían nombres distintos. Fíjese usted, venir de tan lejos a buscar el cadáver de su hermano y dar con la tumba en medio de tantas tumbas y abrir el cajón y encontrar el esqueleto de un perro, armado, como si alguien hubiera pegado con precisión los huesos. Casi parecía que el bicho iba a ladrarnos, a mordernos, a brincarnos.

 Horacio Biord Castillo
(Panamá, 1990)

miércoles, 16 de enero de 2013

Ante una llamada


Para alguien
que relampaguea en la noche

Le había escrito un poema a raíz de su presentación en aquella obra y se lo había hecho llegar de la manera más absurda pero también menos evidente, con la mayor anonimia posible, sin dejar pistas, sin que se pudiera reconstruir la ruta seguida por el común y corriente sobre blanco que contenía unos imprecisos versos llenos de candor y admiración. Eso era todo. Nunca se enteró de quién era el autor, quién era su admirador, quién era el poeta. En realidad, cuando se lo escribí, por nada del mundo hubiera querido que se enterara de que había sido yo quien compuso aquellos versos que tenían más de emoción y sensiblería que de perfección; pero desaparecidas inesperada y dolorosamente las razones que me impelían al secreto eterno, me esforcé por hacerle llegar mis mensajes. Tal vez había pasado mucho tiempo desde entonces, tal vez cometí el error de utilizar un emisario demasiado conocido que por su sola intermediación sembró la duda de por qué tanto ocultamiento y misterio. Le envié mi número telefónico junto con el recado de que me llamara, si le placía; y héteme aquí esperando, cual adolescente despechado, una incierta, hipotética y casi insegura llamada que para mí, sin todavía haberme dado cuenta de las implicaciones, significa mucho y para su juventud inexperta, en cambio, un procedimiento demasiado complicado. La seña es que llame y diga su nombre. Eso fue lo sugerido; pero ahora me doy cuenta de que todo esto parece -o le puede parecer- demasiado misterioso. Es como llamar a la puerta de una casa desconocida y decir “aquí estoy” y ponerse a merced de cualquier situación, de cualquier maniático, de cualquier depravado, porque quién sino un maniático o un depravado se esconde tan perfectamente con tantos disimulos, suspicacias, antifaces y máscaras. Quizás ahora, su pulso, como el mío, tiemble, con solo pensar que tiene que llamar, sin saber exactamente para qué o por qué, a alguien que no conoce y cuyas intenciones, a juzgar por el velo que las ha envuelto, no parecen muy puras que digamos. Yo, debo confesarlo, no me puedo separar del teléfono esperando desesperadamente que repique de un momento a otro. Anhelo recibir, por fin, la llamada, oír la voz entrecortada, temblorosa casi, que me diga “buenas noches, soy…” o “aló, mi nombre es…” para sonreír, y saltar a las nubes, caminar por ellas, danzar con ellas y regresar de nuevo al aparato para decirle algo así como “gracias por llamar. Sólo quería decirte que te cuides mucho y preguntarte si te gustó o no el poema que te escribí”. Dicho lo cual tendré que esperar –fracciones de segundo que me parecerán una eternidad- su respuesta, que vaya usted a saber cuál será: tal vez un “¿a qué poema se refiere?”, o un desconcertante “no he recibido ningún poema”, o un trágico “¿qué es un poema?”, o un petulante “en los últimos seis meses he recibido por lo menos un poema cada semana, ¿cuál de ellos es el suyo?”, o un categórico “definitivamente no me gustó su poema”. Tendría, en consecuencia, que estar preparado para reaccionar ante cada una de estas posibles declaraciones; aunque preferiría imaginar que me dijese algo un poco más dulce, como un conciliador “bueno, el poema no es feo”, lo cual –exaltado como estaré en ese momento- pudiera entender como “sí, me gustó”. Esto, por supuesto, no es lo mismo que “me gustó mucho” o “me encantó” ni mucho menos que “¡guaoooo, es muy hermoso!”, lo que, desde luego, me permitiría ir adelante. Claro, en mi ilusión, no he considerado una respuesta devastadora como “no hablo con desconocidos…”, lo cual terminaría con toda posibilidad de diálogo, siendo, además, que el único que tiene un teléfono adónde ser llamado soy yo. Veo el reloj y me doy cuenta de que ha pasado ya demasiado tiempo, pero sigo pensando y armando las frases que sostendrán el suspenso. Me gustaría, por razones galantes, mantener mi nombre en secreto hasta el final; es decir, me encantaría recibir, una y otra vez, presiones y peticiones para que se lo revele. Entonces le diría algo como “cuando a uno le interesa el número de alguien lo busca en la guía telefónica; en este caso es al revés: tú tienes mi número pero no mi nombre. Si quieres, si te interesa, búscalo en la guía”. Para facilitar su búsqueda le daría, de seguro, la inicial de mi apellido y, quizás, hasta la segunda letra. Dependiendo de su reacción ante esta especie de   crucigrama, pudiera esperar una segunda llamada y sufrir lo mismo que he sufrido esperando ésta, que aún no termina de producirse. También pudiera decirle de una vez por todas quién soy, qué hago, dónde vivo, qué edad tengo y hacer una cita de lo más convencional para merendar o para ir al cine, al parque, al ballet, al teatro, a cenar o a tomar un inocente helado de chocolate; pero tengo temor, lo sé, de ser rechazado sin que le haya dicho que ese poema solamente quería expresar algo que sentí en el momento de su aparición en público y que ahora también quisiera iniciar una amistad, simple, pura y llanamente. Aún no ha repicado el teléfono. De vez en cuando tomo el auricular en mis manos por si acaso recibo la llamada directamente, sin que repique. Si insistiera mucho para que le confiese mi nombre (y ya estoy suponiendo que la conversación va a ser larga y no, por supuesto, de un teléfono público desde donde llaman todas las personas que carecen de teléfono en su casa o de acceso libre a él en su lugar de trabajo) le llegaría a decir incluso que por qué me lo pregunta tanto si, a fin de cuentas, ya me conoce y no sólo eso, sino que lo que dice el poema se lo dije yo personalmente (sin la belleza que -iluso- le atribuyo a los versos) en su propia cara, como anunciándoselo, aunque en aquel momento no hubiera tomado la decisión de escribirlo (esto último, sin embargo, no tendré por qué comentárselo). Se quedaría, cómo decirlo, de una sola pieza, con una enorme curiosidad, hasta con un vago sentimiento de rabia por haberse convertido, de pronto, en objeto de burla, pensará para sus adentros; pero no, no es así, lo único que quiero es que se torture un poquito (dulce tortura, pienso yo), que insista, que encuentre en su memoria el momento, las palabras que le dije y los ojos que, estoy seguro, no me traicionaron porque entonces eran otras mis intenciones, si es que hay alguna ahora. Aún no ha llamado, pero no estoy considerando, ni remotamente, la posibilidad de que deje de llamarme, de que no le interese saber quién le escribió unos cuantos y tal vez cursis versos que su autor (o sea, yo) se empeña en llamar un poema, como si pudiera ganarse con ellos un premio. Nada que llama y pienso que es muy posible que su ego se haya alimentado con los dichosos versos y que, saciada su vanidad, no le interese nada más, ni saber quién es el autor ni mucho menos darle las gracias. Sigo pensando, prefiero pensar, que no me llama por timidez, que sufre por su indecisión y que más pronto que tarde recibiré la llamada y le diré “no temas” y eso calmará su angustia y sus temores y la ansiedad que en mí produce su falta de memoria, porque, en verdad, yo le dije -resumido, abreviado- lo mismo que expresa el poema una noche de domingo, en una sala a medio iluminar, cara a cara, frente al relámpago faraónico de su mirada.
Horacio Biord Castillo
(1994)

lunes, 14 de enero de 2013

Aventura en un baño de caballeros

El baño, cuando entré, estaba vacío. Mientras orinaba, sosegado por ese sentimiento de soledad que me reconfortaba, vi aparecer, no sé cómo ni de dónde, a un hombre atildado, de edad incierta. Sentí que se fijaba en mí pero no sabía cómo abordarme. Estaba un poco nervioso y salió de prisa del retrete, separado por tabiques, al que había entrado. Ya frente al espejo, cuando me lavaba las manos, me dirigió una mirada intensa, con unos ojos algo enrojecidos aunque un tanto apagados, que me pareció conocida y me motivó a saludarlo y a mantener un breve diálogo que se prolongó más allá de la puerta. Movido quizá por un gesto de caballerosidad o para mitigar lo embarazoso del encuentro, me invitó a tomar un café. Así iniciamos una agradable plática; al principio sobre lugares comunes, como la ciudad y los cada día mayores retos del tránsito. Luego abordamos lo que recordábamos o incluso imaginábamos que había podido ser la más tranquila y pequeña urbe de las décadas anteriores, cuando los tráfagos y apuros citadinos eran significativamente menores y no tan agobiantes como en la actualidad. De allí pasamos quizá a citar emplazamientos de lugares emblemáticos, autores, costumbres y usos que quizá estaban muy lejos de nuestras propias vivencias, más tal vez de las de él que de las mías, a juzgar por la apariencia de su edad, bastante difícil de poder atribuírsela, pero que al principio imaginé menor que la mía. Sin embargo, la memoria familiar y el gusto por los libros y papeles de antaño podían suplir la falta de protagonismo directo. La charla, como un espiral, se fue tornando cada vez más grata. Él era, indubitablemente, un sujeto de conversación subyugadora y fascinante. Quizá terminó de conquistarme con sus recuerdos de viajes, reales o imaginarios, ya no sé, a zonas remotas pobladas por indígenas. Terminamos almorzando juntos y una anécdota curiosa que nos hizo reír mucho fue que casi al unísono rechazáramos la oferta de pan con ajo que como entrada nos ofreció, gentil, el mesero. Este insignificante hecho nos preparó para una mayor camaradería. Durante la sobremesa, me sugirió que tomáramos una copa en su casa para celebrar el encuentro. No pude o no quise, quizá, negarme a este convite, tan inesperado como tentador.
La casa estaba situada a las afueras de la ciudad, en un hermoso barrio residencial. Nos fuimos en mi auto, pues él no había llevado el suyo, según me dijo, y en el camino la charla siguió tan entretenida como al principio. Ya en su hogar, elegante y bien arreglado, se esmeró para que me sintiera cómodo. Me fue mostrando las muchas curiosidades que lo acompañaban: hermosas obras de arte, recuerdos de viajes a sitios remotos y exóticos, muñecas vestidas a la usanza de esos lugares, antigüedades en gran parte heredadas de su familia, una extensa colección de sellos en la que sobresalía el tema de los castillos. Este ambiente nos llevó a recordar nuestros gustos afines y a evocar quizá lecturas o incluso lo que percibíamos como viejas vivencias. Tenía una biblioteca repleta de volúmenes antiguos, encuadernados en cuero, la mayoría con los datos grabados en oro sobre el lomo. También atesoraba mapas muy viejos, algunos enmarcados y colocados en las paredes del estudio, contiguo a la biblioteca. Los más estaban guardados en rollos o en un enorme mueble de madera con gavetas dispuestas para conservarlos. Al mostrármelos, me impresionó su erudición cartográfica, salpicada de detalles precisos sobre los contornos y realidades que mostraban los mapas. Ese exquisito modo suyo de describirme los datos y de narrarme posibles acontecimientos me distrajo y deleitó sobremanera. Lo escuchaba con atención y creía revivir, en sus palabras, historias ajenas o viajar y posar mi mirada sobre tantos sitios que tal vez sólo existieran en desconocidas novelas de caballería. Tal era su poder evocativo.
Una historia, entre las demás, me cautivó. Me enseñó unas cartas antiguas de una localidad donde había una curiosa ermita, cuyos nombres, sin embargo, no pude memorizar. Pronto dejó el mapa y me habló de unos perros que asolaron hacía muchos siglos aquellas comarcas y que estaban representados como gárgolas, imagino, en las paredes exteriores del templo. Ese relato me hizo recordar un sueño recurrente que había tenido durante semanas. Eran perros con caras extrañas que descendían volando del techo de una iglesia y me perseguían, mordisqueándome con saña. Le comenté este sueño que lo interpretaba como una difícil situación que vivíamos en mi familia por el reparto de una herencia, no muy cuantiosa pero apetecible. Sentía que mis parientes dejaban su fidelidad a los lazos de sangre y se transformaban en seres depredadores movidos por la avidez. No les importaba atropellar a sus seres queridos. Él esbozó una sonrisa ante mi confidencia y, en un tono que sonaba triste aunque lejano, como el sonido de una quena, me dijo que podía entenderme. Era el duodécimo hijo de una larga familia. Sus hermanos mayores eran todos varones y luego le seguían varias hembras. Especialmente éstas, que habían sido su adoración y sus compañeras debido a la cercanía de edad, se mostraron muy violentas tras la muerte del padre y el reparto de la herencia. La madre, creí entenderle, había muerto tras el último parto. En el caso de su familia, la herencia parecía haber sido generosa, rica en propiedades y objetos de valor, como lo atestiguaban sus propias pertenencias, esas maravillosas obras de arte que engalanaban la casa, acaso los libros de la biblioteca. Mi sueño parecía expresar una situación similar y, como en el caso del pan con ajo, volvimos a sonreír y, para decirlo de alguna manera, celebramos la coincidencia con un pastel de pera y miel y un vaso de vino dulce que sirvió en la terraza y que alargó la conversación, tornándola aún más grata.
Hablamos de nuestros gustos, de la forma como preferíamos disfrutar, de esas extrañas coincidencias, aparentemente anodinas, que llenan de significado nuestras vidas y las cruzan con otras muchas a lo largo de los años, tejiendo redes perdurables y casi indestructibles de afectos. Quizá la conversación se fue por los derroteros de la evocación de familiares ya fallecidos o de personas que habían dejado huellas en nosotros. Pero no fue, como podría suponerse, una mera conversación funeraria. Más bien estaba llena de gozo, porque la rememoración de cada persona nos traía de nuevo no sólo sus cualidades y gestos sino también las circunstancias de su vida. A ratos tuve la sensación de que escribíamos una larga novela consistente en la presentación de una galería de personajes cuyos retratos colgaban de un suntuoso museo, identificados con un solo nombre o algún atributo, como “Don Diego Martínez de la Sota. Cuarto Marqués de Torre Alba” o “Luis Blumer. Pintor”. No sé si inventábamos sus vidas o si recordábamos selectivamente aspectos y asuntos que nos hubiera gustado vivir o revivir, según el caso. Creo que mis biografías eran ligeras y sencillas, pero las de mi amable anfitrión resultaban en extremo elaboradas, minuciosas y sugerentes. Dudé si hablaba con un simple hombre de gran sensibilidad o con un experto en genealogía e historia social. También noté en él una facilidad poco común para los idiomas, quizá producto de un excelente oído musical. Me deleitaron las pronunciaciones que hacía, sin afectación aparente, de ciudades, apellidos y países extranjeros. Sin darnos cuenta la tarde fue cayendo y casi oscurecía. Sentí que era hora de marcharme y, a pesar de sus ruegos para que me quedase un rato más, o tomara otra copa o un café, me resolví a dejar a aquel hombre tan amable y aquella casa tan acogedora. Su jardín me había deleitado, en especial esa diversidad de matices y formas que creaban tantas plantas, árboles y flores, éstas últimas en gran variedad, tanto que parecían un catálogo. Eché de menos que no hubiera allí rosas y se lo hice saber a su dueño. Él sonrió y dijo algo, como un juego de palabras, que aludía a su repulsión por las espinas. Esto nos sirvió para alargar un poco más la charla y revisar otras especies carentes de las molestas excrecencias puntiagudas.
El inesperado encuentro y el haber compartido tanto aquel día, el café, el almuerzo, la merienda, la velada en su casa, nos unieron hondamente. Le di un fuerte apretón de manos: Las mías, sin esa intención inicial, intentaron calentar las suyas ya frías por la excesiva exposición al relente del jardín. Creo que se conmovió mucho y me dio un largo y fuerte abrazo, como manifestándome una vez más esa intensa sensación de profundidad temporal que parecía unirnos. No por turbación sino debido a una ligera sensación de calambre, apuré aquella sincera revelación de afecto. Su cabeza se detuvo brevemente en mi hombro y creo que se enjugó con disimulo una lágrima que ni siquiera me atreví a comentar. Dos días más tarde mi hijo, preguntándome su causa, me hizo notar dos pequeñas cicatrices, que como extraños rasguños tenía en mi cuello.
Horacio Biord Castillo
 (mayo, 2011)

La verdadera historia de Panchito Mandefuá

Para Alí Molina,
que sabe de cenas en el Cielo

Desaliñado y con una mirada vivaracha, Panchito Mandefuá parecía sacado de un cuento grotesco. Tenía aspecto de granuja, pero cara de ángel. Trasuntaba bondad. Siempre llevaba la patineta a cuestas y una gorra con la visera hacia atrás. Caminaba desprevenidamente y su voz sonaba más gruesa que la de cualquier otro adolescente. Panchito era un niño de la calle, prácticamente, pero no de una calle sucia y tenebrosa, de vicios y perdiciones, sino más bien de una calle amable y sonriente.
Inventaba historias que contaba como si fueran verdaderas y casi siempre se colocaba como testigo o protagonista. Su manera de narrar embelesaba a cuantos lo escuchaban, fueran contemporáneos suyos, menores o incluso hasta mayores que él. Tenía el don de la palabra, una dicción apropiada, una gestualidad nada vulgar y, sobre todo, una ilación perfecta para sus historias. Las digresiones siempre apoyaban lo dicho o terminaban de reforzar lo que estaba por decirse.
Nadie, ni él mismo quizá, conocía a ciencia cierta los orígenes de Panchito. Mencionaba unos tíos y unos primos que jamás terminaba de precisar ni de ubicar. No sabía exactamente su edad, pero estaba en esa época de transición entre los sueños más fantásticos y esos que conducen a la satisfacción de deseos. Su apellido era una interjección que él repetía a cada rato, con ademanes y poses que causaban hilaridad. De vez en cuando alguien lo veía con un cigarro en la boca. Fumaba más para sorprender que por gusto propio, tal vez por adivinar formas y rostros que el humo elevaba lentamente hacia las nubes.
Una tarde se topó con un escritor que buscaba anécdotas por las calles y tipos para construir sus personajes. El encuentro con Panchito le pareció revelador. El niño, primero, lo escuchó. El caballero, libreta en mano, hacía anotaciones y preguntas, algunas un tanto maliciosas. Llevado por un impulso ciego, recordó en voz alta que se acercaba la Navidad y continuó con la entrevista. Panchito lo miraba con encanto y se atrevió a contarle alguna historia. Le habló de un niño que solo visitaba a los campesinos durante los veranos más fuertes para anunciarles la lluvia. Llevado por el comentario sorpresivo del escritor, también le habló de un viejo avaro que se enterneció con sueños aterradores en época de fiestas decembrinas y de un gamín que pereció por arrollamiento una Nochebuena.
El escritor se conmovió y quiso saber más de aquellas historias que Panchito contaba como si de verdad las hubiera compuesto él o incluso vivido en carne propia. No había más que ir a un circo o ver una película para imaginárselas, comentaba el niño. No sabía leer sino la cara de sus contertulios, el rubor de las chiquillas que lo miraban, los rostros amenazantes de los rivales o la sorpresa de los caminantes al topárselo por las esquinas de la ciudad.
Panchito se fue emocionando y le contó con detalles la historia del niño que murió en Nochebuena. No era, ni de lejos, una ficción macabra ni siquiera una parábola de la ternura o de la injusticia. Era un cuento delicioso de cómo una criatura abandonada, un niño cualquiera de la calle, pudo cenar con el Niño Jesús una noche de mucho ajetreo. Niños de todo el mundo esperaban sus regalos, los padres luchaban por encontrar el más apropiado o escondían de la curiosidad de los pequeños los ya adquiridos, las abuelas cocinaban deliciosos platillos, los abuelos casi lloraban al recordar días para ellos más felices aunque sonrían ante las travesuras y ocurrencias de los nietos. Era una historia complicada sobre cómo cenar con el Niño Jesús y hacer sobremesa en una noche de tantos apuros y demandas para el Señor de los cielos.
El hombre escuchaba y quizá saboreaba los bocados y licores que nombraba con deleite Panchito, los postres, las almendras, los turrones, los chocolates y alguna figurilla quimérica de mazapán. Se mezclaban aromas y sabores, recetas antiguas y otras más recientes. El niño iba hablando sin la parsimonia exasperante de quien se detiene en los pormenores, por más nimios que fuesen, y abre cada ventana y cada puerta para asegurarse de contemplar relatándola la fiesta de todas las casas y de todos los corazones. El escritor no sabía si escucharlo, anotar lo que oía o dejarse llevar por la magia de aquello que el niño desaliñado le contaba. Los gestos del pequeño semejaban dos lágrimas de cristal unidas que en las manos abiertas y ligeramente sucias de Panchito hacían converger, sin confundirlos, todos los puntos del universo.
“Cada corazón guarda un secreto. Muchos, casi siempre. Cada casa tiene sus historias. Hay que saber captar secretos e historias. Nada y todo se repite en la aurora, aunque no nos demos cuenta”, parecía escuchar el escritor. Panchito hablaba a veces solo con la mirada, y contaba sucesos de personas con muchos secretos. Describía casas de todo tipo con historias distintas. Sus gestos delataban a un gran cronista, a un fabulador de extraordinarias dotes, pensaba el escritor.
Daba la impresión de que el niño fuera un ventrílocuo o un titiritero que hiciera vivir muchos personajes, con sus palabras, con sus gestos. El escritor se quedó pensando en ello, en esa multiplicidad de personas que transmitía el pilluelo. Iba a escribir una frase similar en su libreta para recordarla y usar luego la imagen, cuando Panchito sin pensarlo mucho abrió los grandes ojos y, como llenos de toda la luz del mundo, le dijo, susurrándole, “estoy acostumbrado a ser muchas personas a la vez. Es mi esencia”.

Horacio Biord Castillo
San Antonio de los Altos,
Gulima,
noviembre, 2012

Mela


Mela Tesar, un tanto regordeta, perfumada, siempre maquillada en la mañana, pestañas postizas, un lunar en el centro de la mejilla, el crecido cabello mitad violeta, mitad amarillo, cigarro largo con boquilla, haciendo anillos de humo tras cada bocanada, voz ligeramente ronca, la última en acostarse, la primera en estar de pie, Mela sentencia la vida ajena con el ademán preciso y la propiedad de quien conoce los detalles más recónditos.
Mela, consejera y psicóloga sin diploma, eterna novia de personajes que en su lejanía parecen grandilocuentes y famosos, siempre mancha de carmesí las copas que usa y un rubor de reina en el exilio la acompaña. Resulta infalible al establecer una conexión genealógica y señalar parentescos, al desenmascara aparentes coincidencias, al atar cabos buscando aristas semiocultas en nimias y desechables evidencias. Mela piensa que la esencia de lo humano es la juntura precisa y persistente de la huidiza alegría que se forma con dolor y tragedia para volverse gozo en pequeños continuos episodios, insospechados y sorprendentes. Comprueba a diario su teoría en la vida de las secretarias del Ministerio donde ocupa una alta posición, o en las pasiones de sus amigas, en los abismos de su propia familia. Mela habla como pitonisa y ama con el desenfreno pasional de quien, aun sabiéndose inmortal, asume cada acto y cada rostro como irrepetibles en la aurora.
Mela es amiga incondicional de las sirvientas que emplean sus cuñadas, sus compañeras de la escuela y la universidad, sus primas, sus vecinas, sus comadres y toda persona por ella conocida. Ama escaparse un rato a la cocina durante las ruidosas fiestas a las que es convidada habitual. Allí, entre sonrisas y guiños de ojos que enaltecen a las criadas, cosecha noticias frescas, cual novelista a la caza de anécdotas precipitantes de historias.
Mela, prima lejana de un amigo de mi cuñado, me distingue entre sus amigos, alaba cada uno de mis logros profesionales como hazañas, como hitos señeros, como mantos de pluma de dodo, casi.
Mela. Mela, querida. Siempre quise llamarla y preguntarle qué pensaba de todo esto porque sólo alguien como Mela, dotado de ese fino oído social que le permite detectar el roce indebido el cuchillo destinado al pescado con el de las carnes rojas, en un banquete de total etiqueta, podría descifrar las inscripciones que me siguen poblando de interrogantes, de abismos y laberintos que elaboro como señales que me envía el Cielo, como signos finales de una profecía cuyos orígenes empiezo a trazar incluso en mis días escolares, en aquella ahora supuesta manía de adjudicar valores mitológicos a la remota toponimia aprendida en las lecciones de geografía en el colegio de monjas.
Mela lo vería con absoluta claridad y me explicaría, quizá, los pasajes más oscuros que tanto me confunden haciéndome perder el sueño, deslumbrándome mientras conduzco por las calles de la ciudad, entre anuncios iluminados que me remiten otra vez, cada vez, al misterio irresoluto.
Mela le ha resuelto historias parecidas a muchas conocidas. Vaporosa, cual si vistiera anchas batas de sacerdotisa autorizada, Mela en ocasiones similares se pasea de un extremo a otro de la sala de su casa o se levanta ágil de los sillones que asume como propios en las casas amigas, tras asomarse al balcón que mira a la delirante ciudad, como para ser besada por la luz de la luna y adquirir así mayor e infalible sabiduría, para ser bendecida por las estrellas que rompen la integridad de la noche, antes de explicitar su visión del asunto de pronunciar la inapelable sentencia. Mela entonces fuma un rato sus perfumados cigarrillos mirando, como divertida, a su público y, tras lanzar un par de anillos de humo, asevera, pero no de una forma intimidante y definitiva, sino más bien como preguntando y resaltando, a la vez, los aciertos de sus interpretaciones.
Mela tiene un estilo muy particular de reconstruir sus historias, de magnificar los datos apenas sugeridos o intuidos. Su histrionismo se incorpora a la historia misma y la lleva serpenteando por senderos de verosimilitud insospechada, sorprendentes, pero posibles, a veces maravillosos, aunque indudablemente realistas. Mela recrea la historia de un divorcio o de un amor con exuberante delicia. Cada secuencia es un retablo barroco, salpicado de los más extraños ornamentos: plantas no muy bien descritas, pero de insoslayable valor teúrgico; flores de polen afrodisíaco, hojas con poderes alucinógenos; la fauna autóctona; en una palabra, todo lo que sustenta la farmacopea local: piedras de reptil, pezuñas, cerdas de gallináceas, vértebras de mamíferos acuáticos, además de tipos y trajes del color local.
Mela enriquece cada relato con la descripción exacta del aire de un personaje, con la reconstrucción casi etnográfica de su contexto, con una gracia que todos celebran y agradecen en medio de una tediosa reunión. Sin embargo, cuando me atreví a plantearle este asunto que me lleva a ti, tantas veces, y me trae de vuelta a mis cavilaciones más íntimas, no supo, o no quiso, responderme. Se sumió en un mutismo para mí extrañó, aunque su versatilidad social, su extrema prudencia ante ocasiones similares, hizo menos apabullante para mí el resultado de su reacción. Me dijo que lo pensaría, que no podía contestarme en aquel momento. Pienso que tal vez nos conocía a ti y a mí lo suficiente, o lo insuficiente, tal vez, como para atreverse a dar una solución a la ligera. Después de aquel día, pasaron varias semanas, meses tal vez, antes de volverla a ver. Nos encontramos en una improvisada reunión de trabajo que convocó el Ministro para plantear un proyecto conjunto de colaboración y luego algunos de los presentes formamos un pequeño grupo y fuimos a almorzar. Vi a Mela como un poco distendida. Era y no era la Mela de siempre. Quizá tenía miedo de que le preguntase por la respuesta que aún esperaba. Disuelto el grupo, la llevé a su casa y en el camino me invitó a tomar una taza de café con ella.
Cuando menos lo esperaba, me dijo que había estado pensando en mi consulta, pero que no tenía clara aún la respuesta, que no fuera a presumir desinterés de su parte. “¿Lo quieres?”, me preguntó a quemarropa. “Lo quieres mucho, ¿verdad? Pero te inquietan muchas cosas acerca de él. ¿Desde cuándo no hablan o se escriben?”. Y como una cascada de río impetuoso y crecido me lanzaba preguntas, una tras otra, cuyas respuestas, a veces, venían en las mismas preguntas o las formulaba ella. “Ustedes se quieren. Lo sé por la forma como él me pregunta por ti y tú por él cada vez que los veo. No sé si es un amor predestinado; pero está allí”. Yo empecé a ruborizarme y, al mismo tiempo, sentía una tranquilidad insospechada. Hablábamos como si lo hiciéramos de tal cosa, como si no importaran las convenciones sociales, a las que ella con tanta frecuencia aludía, a veces incluso de manera sarcástica y muy peyorativa. “Él coquetea conmigo. Lo sé; pero no hay más que eso, galantería, dirás tú, quizá. De veras la pasamos muy bien cuando coincidimos y siempre establecemos una camaradería cómplice; pero hasta allí”. No fumaba, no se movía de su asiento, no buscaba la unción de la luna ni de las estrellas. Casi a quemarropa, sin preguntar sino aseverando en el más puro estilo de las afirmaciones, me señaló: “Ustedes se aman, él a ti y tú a él. No hay duda. No hay objeción en ello. A mí me gusta ese amor de ambos, aunque te pueda sorprender mi posición. Lo celebro casi como una madre, como tu amiga de siempre, como la amiga que he empezado a ser de él. La distancia los separa, es cierto. Quizá sea insalvable. Lo intuyo de alguna manera, cosita hermosa, amor mío”. Y entre muchos apelativos cariñosos, me dijo algo que ya intuía en mi corazón: “ustedes han sido amantes en muchas vidas anteriores. Quizá vinieron a ésta a aprender el valor de la separación, el dolor de no consumar su amor. De allí esos pálpitos y presagios que sentías desde la niñez”. No sé si hicimos un vago silencio, incómodo o no, pero Mela continuó de una forma inusitadamente serena para su personalidad: “Hay algo que deseo decirte. Pronto moriré. Quizá de tristeza, lo siento así. No importa. No me duele irme. He sido feliz, a pesar de las tragedias que han surcado mi vida”. Se refería quizá a su vida sentimental. “Ustedes, sin embargo, se encontrarán. Estoy segura”, continuó. “Sólo quiero pedirte algo. En una pequeña caja he guardado algunos papeles y apuntes, que sólo en tus manos estarán a salvo. No quiero que mi familia los conserve. No los entenderán o tal vez los destruyan sin verlos siquiera”. Ante mi estupor, subió a su estudio y bajó a los pocos minutos con una hermosa caja de papel, amarrada con una cinta roja. “No la abras hasta que yo no esté. ¿Me lo prometes?”. Y luego la conversación fue interrumpida por la llegada de unos invitados que Mela esperaba. Había desaparecido cualquier rasgo de tristeza. Me llevé la caja a mi casa y la guardé.
“No aguanté las ganas, es verdad. No pude soportar la curiosidad. Hasta llegué a pensar que era una treta de Mela. Pocas semanas después abrí la caja y encontré lo que parecía que era un amuleto o un filtro amoroso: me unía a mí contigo”, le escribí.

Horacio Biord Castillo
San Antonio de los Altos, 1998, 2011

Ézber


Ézber era una mujer elegante y esbelta, pese a su avanzada edad. Parecía que los años no le estorbaban ni marchitaban su piel siempre sedosa. Debía ser bastante mayor, a juzgar por la opinión de muchas personas y por algunos recuerdos que se colaban en sus charlas amenas, aunque parcas cuando se trataba de hablar sobre ella misma.
Alta, delgada, casi sin arrugas en el rostro, paseaba por el barrio al atardecer. Sus manos eran finas, de dedos largos y uñas muy bien cuidadas. Llevaba trajes cortados a la medida. Parecían un tanto anticuados; pero, más que eso, eran vestidos clásicos, de esos que no pasan fácilmente de moda y que nunca dejan de ser elegantes.
Al desplazarse, mostraba una agilidad sorprendente para una persona de avanzada edad. Caminaba con soltura, ligero. Su andar recordaba la cadencia de ciertas modelos sobre las pasarelas, o más propiamente danzarinas mariposas sobre flores gigantes o libélulas chupando el néctar de lotos y nenúfares sobre un espejo claro de agua. Su esbeltez, sin embargo, dejaba adivinar un pequeño bulto en la espalda. No era una giba, exactamente. Más bien parecía una prenda íntima desarreglada bajo el vestido, quizá un oculto abrigo para las tardes más frías.
Llevaba los cabellos recogidos; aunque a veces se los soltaba y parecían suaves filamentos dorados al aire. Casi nunca salía sin una joya sobre su pecho. Con frecuencia llevaba un medallón que la gente juzgaba como una preciosa alhaja antigua, heredada tal vez de sus mayores. Nunca pude saber si era un camafeo o un simple medallón como de oro toledano y filigranas exquisitas.
Era muy amable y educada. Siempre tenía a flor de labios una frase amable, una palabra alegre, una sonrisa. A los vecinos nos gustaba que Ézber nos visitara, pues su charla encantadora alegraba la vida de los contertulios. Alguna anécdota poco divulgada de un personaje histórico, una receta un tanto complicada, la evocación del perfume de una flor exótica, la minuciosa y, por ello, sorprendente descripción de un objeto exhibido en museo famoso, el solo susurro de su voz, encantaban a cualquiera.
Conocía un sinfín de remedios caseros y casi siempre sus recomendaciones surtían efecto inmediato. Bastaba que su mirada se posara sobre alguien para que esa persona experimentara un repentino sentimiento de entusiasmo, un chorro de energía, como si los rayos de una imperceptible aurora boreal le hubieran mostrado los encantos todas de la vida en un instante apenas. Cuando los niños del vecindario estaban enfermos les obsequiaba dulces, que parecían esconder ingredientes sanadores.
Las reuniones de los vecinos se animaban con su presencia. A veces cantaba, otras tocaba el piano, o tañía un antiguo instrumento que semejaba un harpa y que guardaba con devoción. Hacía deliciosas golosinas siguiendo viejas recetas de su familia: tortas de extraños nombres que combinaban especias y muchos ingredientes como leche, manzanas y miel, chupetas en forma de flores y bombones rellenos que simulaban hojas silvestres y hermosas conchas de caracoles, gelatinas con castillos de azúcar en su interior, con torres, puentes levadizos y hasta doncellas que entonaban cánticos y suspiros...
Vivía en una enorme y vetusta casa, la más antigua de todas, al final de la calle, sin cercas ni muros, rodeada de un inmenso jardín con plantas perennemente en flor. Al fondo, algunos pinos y cipreses formaban un pequeño bosquecillo, junto a un sauce llorón. Ella misma cuidaba con esmero aquel vergel y lo mantenía lleno de rosas y hortensias, de lirios de muchos colores, de magnolias de inconfundible aroma, el césped recortado, libre de hojas y cortezas arrastradas por el viento.
La casa era una construcción muy vieja. La gente se sorprendía de que Ézber pudiera vivir allí sola. Casi nunca recibía visitas. A veces organizaba meriendas al aire libre y lanzaba fuegos artificiales que distraían a los invitados con figuras prodigiosas. Otras veces hacía funciones de títeres y marionetas, con preciosos muñecos y escenografías muy bien logradas.
Su casa guardaba muchos objetos, pero no era dada a recibir visitas en su interior. Prefería atender a los invitados en una especie de terraza que estaba en el jardín o visitar a los demás, cosa que nos encantaba a todos. Pocas personas recordaban haber traspasado alguna vez el vestíbulo de su casa. Yo la imaginaba como un laberinto interminable que sólo conocía ella.
Rara vez recibía parientes o personas que pernoctaran en su residencia. A veces, sin embargo, emprendía largos viajes para visitar a sus seres queridos y, durante sus ausencias, el jardín permanecía tan lozano como si ella estuviera allí, las flores seguían mostrando sus colores vivaces y el musgo de los troncos parecía húmedo, como si alguien los regara para evitar que languidecieran en las horas más cálidas del día.
Todos la echábamos de menos. Era un personaje especial, que añorábamos cuantos la conocíamos. Regresaba jovial y rejuvenecida sin asomo de ese cansancio que nos consume cuando pasamos largas temporadas fuera de casa.
El misterio que envolvía a Ézber me fue intrigando cada vez más. Me fue poseyendo hasta quitarme el sueño y me inducía a acercarme a ese mundo suyo, agradable pero sutilmente infranqueable. Tuve la suerte de hacerme amigo de Eloísa, una muchacha que solía ayudarla en las labores de repostería. Al principio, evité hacerle preguntas muy directas sobre Ézber. No quería que se sintiera utilizada como espía, ni ponerla en la disyuntiva de serle infiel a su patrona por las confidencias (pequeñas, menudas) que me pudiera hacer. Así que me limité a escuchar sus insignificantes y anodinas confesiones. De esa manera, me enteré de algunos detalles de la vida de Ézber. Uno de ellos, quizá el que más me sorprendió, fue el relativo a la causa de aquel pequeño bulto que exhibían las espaldas de Ézber. Eran unas protuberancias transparentes, muy delicadas, que exhalaban, al parecer, un suave perfume. Ézber las comprimía contra su cuerpo y no parecían molestarle ni le impedían llevar la vida saludable que estilaba.
Fue Eloísa quien me dijo que el verdadero nombre de Ézber era Ezberxjtruyänö Wzçãètgn d’Ld’tuänïñyqø. Lo había visto, descifrado casi, en un viejo y manchado pergamino que guardaba en el estudio de la casa, oculto de las miradas de los curiosos. Ézber era un hada.