lunes, 14 de enero de 2013

La verdadera historia de Panchito Mandefuá

Para Alí Molina,
que sabe de cenas en el Cielo

Desaliñado y con una mirada vivaracha, Panchito Mandefuá parecía sacado de un cuento grotesco. Tenía aspecto de granuja, pero cara de ángel. Trasuntaba bondad. Siempre llevaba la patineta a cuestas y una gorra con la visera hacia atrás. Caminaba desprevenidamente y su voz sonaba más gruesa que la de cualquier otro adolescente. Panchito era un niño de la calle, prácticamente, pero no de una calle sucia y tenebrosa, de vicios y perdiciones, sino más bien de una calle amable y sonriente.
Inventaba historias que contaba como si fueran verdaderas y casi siempre se colocaba como testigo o protagonista. Su manera de narrar embelesaba a cuantos lo escuchaban, fueran contemporáneos suyos, menores o incluso hasta mayores que él. Tenía el don de la palabra, una dicción apropiada, una gestualidad nada vulgar y, sobre todo, una ilación perfecta para sus historias. Las digresiones siempre apoyaban lo dicho o terminaban de reforzar lo que estaba por decirse.
Nadie, ni él mismo quizá, conocía a ciencia cierta los orígenes de Panchito. Mencionaba unos tíos y unos primos que jamás terminaba de precisar ni de ubicar. No sabía exactamente su edad, pero estaba en esa época de transición entre los sueños más fantásticos y esos que conducen a la satisfacción de deseos. Su apellido era una interjección que él repetía a cada rato, con ademanes y poses que causaban hilaridad. De vez en cuando alguien lo veía con un cigarro en la boca. Fumaba más para sorprender que por gusto propio, tal vez por adivinar formas y rostros que el humo elevaba lentamente hacia las nubes.
Una tarde se topó con un escritor que buscaba anécdotas por las calles y tipos para construir sus personajes. El encuentro con Panchito le pareció revelador. El niño, primero, lo escuchó. El caballero, libreta en mano, hacía anotaciones y preguntas, algunas un tanto maliciosas. Llevado por un impulso ciego, recordó en voz alta que se acercaba la Navidad y continuó con la entrevista. Panchito lo miraba con encanto y se atrevió a contarle alguna historia. Le habló de un niño que solo visitaba a los campesinos durante los veranos más fuertes para anunciarles la lluvia. Llevado por el comentario sorpresivo del escritor, también le habló de un viejo avaro que se enterneció con sueños aterradores en época de fiestas decembrinas y de un gamín que pereció por arrollamiento una Nochebuena.
El escritor se conmovió y quiso saber más de aquellas historias que Panchito contaba como si de verdad las hubiera compuesto él o incluso vivido en carne propia. No había más que ir a un circo o ver una película para imaginárselas, comentaba el niño. No sabía leer sino la cara de sus contertulios, el rubor de las chiquillas que lo miraban, los rostros amenazantes de los rivales o la sorpresa de los caminantes al topárselo por las esquinas de la ciudad.
Panchito se fue emocionando y le contó con detalles la historia del niño que murió en Nochebuena. No era, ni de lejos, una ficción macabra ni siquiera una parábola de la ternura o de la injusticia. Era un cuento delicioso de cómo una criatura abandonada, un niño cualquiera de la calle, pudo cenar con el Niño Jesús una noche de mucho ajetreo. Niños de todo el mundo esperaban sus regalos, los padres luchaban por encontrar el más apropiado o escondían de la curiosidad de los pequeños los ya adquiridos, las abuelas cocinaban deliciosos platillos, los abuelos casi lloraban al recordar días para ellos más felices aunque sonrían ante las travesuras y ocurrencias de los nietos. Era una historia complicada sobre cómo cenar con el Niño Jesús y hacer sobremesa en una noche de tantos apuros y demandas para el Señor de los cielos.
El hombre escuchaba y quizá saboreaba los bocados y licores que nombraba con deleite Panchito, los postres, las almendras, los turrones, los chocolates y alguna figurilla quimérica de mazapán. Se mezclaban aromas y sabores, recetas antiguas y otras más recientes. El niño iba hablando sin la parsimonia exasperante de quien se detiene en los pormenores, por más nimios que fuesen, y abre cada ventana y cada puerta para asegurarse de contemplar relatándola la fiesta de todas las casas y de todos los corazones. El escritor no sabía si escucharlo, anotar lo que oía o dejarse llevar por la magia de aquello que el niño desaliñado le contaba. Los gestos del pequeño semejaban dos lágrimas de cristal unidas que en las manos abiertas y ligeramente sucias de Panchito hacían converger, sin confundirlos, todos los puntos del universo.
“Cada corazón guarda un secreto. Muchos, casi siempre. Cada casa tiene sus historias. Hay que saber captar secretos e historias. Nada y todo se repite en la aurora, aunque no nos demos cuenta”, parecía escuchar el escritor. Panchito hablaba a veces solo con la mirada, y contaba sucesos de personas con muchos secretos. Describía casas de todo tipo con historias distintas. Sus gestos delataban a un gran cronista, a un fabulador de extraordinarias dotes, pensaba el escritor.
Daba la impresión de que el niño fuera un ventrílocuo o un titiritero que hiciera vivir muchos personajes, con sus palabras, con sus gestos. El escritor se quedó pensando en ello, en esa multiplicidad de personas que transmitía el pilluelo. Iba a escribir una frase similar en su libreta para recordarla y usar luego la imagen, cuando Panchito sin pensarlo mucho abrió los grandes ojos y, como llenos de toda la luz del mundo, le dijo, susurrándole, “estoy acostumbrado a ser muchas personas a la vez. Es mi esencia”.

Horacio Biord Castillo
San Antonio de los Altos,
Gulima,
noviembre, 2012

No hay comentarios:

Publicar un comentario