lunes, 14 de enero de 2013

Ézber


Ézber era una mujer elegante y esbelta, pese a su avanzada edad. Parecía que los años no le estorbaban ni marchitaban su piel siempre sedosa. Debía ser bastante mayor, a juzgar por la opinión de muchas personas y por algunos recuerdos que se colaban en sus charlas amenas, aunque parcas cuando se trataba de hablar sobre ella misma.
Alta, delgada, casi sin arrugas en el rostro, paseaba por el barrio al atardecer. Sus manos eran finas, de dedos largos y uñas muy bien cuidadas. Llevaba trajes cortados a la medida. Parecían un tanto anticuados; pero, más que eso, eran vestidos clásicos, de esos que no pasan fácilmente de moda y que nunca dejan de ser elegantes.
Al desplazarse, mostraba una agilidad sorprendente para una persona de avanzada edad. Caminaba con soltura, ligero. Su andar recordaba la cadencia de ciertas modelos sobre las pasarelas, o más propiamente danzarinas mariposas sobre flores gigantes o libélulas chupando el néctar de lotos y nenúfares sobre un espejo claro de agua. Su esbeltez, sin embargo, dejaba adivinar un pequeño bulto en la espalda. No era una giba, exactamente. Más bien parecía una prenda íntima desarreglada bajo el vestido, quizá un oculto abrigo para las tardes más frías.
Llevaba los cabellos recogidos; aunque a veces se los soltaba y parecían suaves filamentos dorados al aire. Casi nunca salía sin una joya sobre su pecho. Con frecuencia llevaba un medallón que la gente juzgaba como una preciosa alhaja antigua, heredada tal vez de sus mayores. Nunca pude saber si era un camafeo o un simple medallón como de oro toledano y filigranas exquisitas.
Era muy amable y educada. Siempre tenía a flor de labios una frase amable, una palabra alegre, una sonrisa. A los vecinos nos gustaba que Ézber nos visitara, pues su charla encantadora alegraba la vida de los contertulios. Alguna anécdota poco divulgada de un personaje histórico, una receta un tanto complicada, la evocación del perfume de una flor exótica, la minuciosa y, por ello, sorprendente descripción de un objeto exhibido en museo famoso, el solo susurro de su voz, encantaban a cualquiera.
Conocía un sinfín de remedios caseros y casi siempre sus recomendaciones surtían efecto inmediato. Bastaba que su mirada se posara sobre alguien para que esa persona experimentara un repentino sentimiento de entusiasmo, un chorro de energía, como si los rayos de una imperceptible aurora boreal le hubieran mostrado los encantos todas de la vida en un instante apenas. Cuando los niños del vecindario estaban enfermos les obsequiaba dulces, que parecían esconder ingredientes sanadores.
Las reuniones de los vecinos se animaban con su presencia. A veces cantaba, otras tocaba el piano, o tañía un antiguo instrumento que semejaba un harpa y que guardaba con devoción. Hacía deliciosas golosinas siguiendo viejas recetas de su familia: tortas de extraños nombres que combinaban especias y muchos ingredientes como leche, manzanas y miel, chupetas en forma de flores y bombones rellenos que simulaban hojas silvestres y hermosas conchas de caracoles, gelatinas con castillos de azúcar en su interior, con torres, puentes levadizos y hasta doncellas que entonaban cánticos y suspiros...
Vivía en una enorme y vetusta casa, la más antigua de todas, al final de la calle, sin cercas ni muros, rodeada de un inmenso jardín con plantas perennemente en flor. Al fondo, algunos pinos y cipreses formaban un pequeño bosquecillo, junto a un sauce llorón. Ella misma cuidaba con esmero aquel vergel y lo mantenía lleno de rosas y hortensias, de lirios de muchos colores, de magnolias de inconfundible aroma, el césped recortado, libre de hojas y cortezas arrastradas por el viento.
La casa era una construcción muy vieja. La gente se sorprendía de que Ézber pudiera vivir allí sola. Casi nunca recibía visitas. A veces organizaba meriendas al aire libre y lanzaba fuegos artificiales que distraían a los invitados con figuras prodigiosas. Otras veces hacía funciones de títeres y marionetas, con preciosos muñecos y escenografías muy bien logradas.
Su casa guardaba muchos objetos, pero no era dada a recibir visitas en su interior. Prefería atender a los invitados en una especie de terraza que estaba en el jardín o visitar a los demás, cosa que nos encantaba a todos. Pocas personas recordaban haber traspasado alguna vez el vestíbulo de su casa. Yo la imaginaba como un laberinto interminable que sólo conocía ella.
Rara vez recibía parientes o personas que pernoctaran en su residencia. A veces, sin embargo, emprendía largos viajes para visitar a sus seres queridos y, durante sus ausencias, el jardín permanecía tan lozano como si ella estuviera allí, las flores seguían mostrando sus colores vivaces y el musgo de los troncos parecía húmedo, como si alguien los regara para evitar que languidecieran en las horas más cálidas del día.
Todos la echábamos de menos. Era un personaje especial, que añorábamos cuantos la conocíamos. Regresaba jovial y rejuvenecida sin asomo de ese cansancio que nos consume cuando pasamos largas temporadas fuera de casa.
El misterio que envolvía a Ézber me fue intrigando cada vez más. Me fue poseyendo hasta quitarme el sueño y me inducía a acercarme a ese mundo suyo, agradable pero sutilmente infranqueable. Tuve la suerte de hacerme amigo de Eloísa, una muchacha que solía ayudarla en las labores de repostería. Al principio, evité hacerle preguntas muy directas sobre Ézber. No quería que se sintiera utilizada como espía, ni ponerla en la disyuntiva de serle infiel a su patrona por las confidencias (pequeñas, menudas) que me pudiera hacer. Así que me limité a escuchar sus insignificantes y anodinas confesiones. De esa manera, me enteré de algunos detalles de la vida de Ézber. Uno de ellos, quizá el que más me sorprendió, fue el relativo a la causa de aquel pequeño bulto que exhibían las espaldas de Ézber. Eran unas protuberancias transparentes, muy delicadas, que exhalaban, al parecer, un suave perfume. Ézber las comprimía contra su cuerpo y no parecían molestarle ni le impedían llevar la vida saludable que estilaba.
Fue Eloísa quien me dijo que el verdadero nombre de Ézber era Ezberxjtruyänö Wzçãètgn d’Ld’tuänïñyqø. Lo había visto, descifrado casi, en un viejo y manchado pergamino que guardaba en el estudio de la casa, oculto de las miradas de los curiosos. Ézber era un hada.

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