lunes, 14 de enero de 2013

Mela


Mela Tesar, un tanto regordeta, perfumada, siempre maquillada en la mañana, pestañas postizas, un lunar en el centro de la mejilla, el crecido cabello mitad violeta, mitad amarillo, cigarro largo con boquilla, haciendo anillos de humo tras cada bocanada, voz ligeramente ronca, la última en acostarse, la primera en estar de pie, Mela sentencia la vida ajena con el ademán preciso y la propiedad de quien conoce los detalles más recónditos.
Mela, consejera y psicóloga sin diploma, eterna novia de personajes que en su lejanía parecen grandilocuentes y famosos, siempre mancha de carmesí las copas que usa y un rubor de reina en el exilio la acompaña. Resulta infalible al establecer una conexión genealógica y señalar parentescos, al desenmascara aparentes coincidencias, al atar cabos buscando aristas semiocultas en nimias y desechables evidencias. Mela piensa que la esencia de lo humano es la juntura precisa y persistente de la huidiza alegría que se forma con dolor y tragedia para volverse gozo en pequeños continuos episodios, insospechados y sorprendentes. Comprueba a diario su teoría en la vida de las secretarias del Ministerio donde ocupa una alta posición, o en las pasiones de sus amigas, en los abismos de su propia familia. Mela habla como pitonisa y ama con el desenfreno pasional de quien, aun sabiéndose inmortal, asume cada acto y cada rostro como irrepetibles en la aurora.
Mela es amiga incondicional de las sirvientas que emplean sus cuñadas, sus compañeras de la escuela y la universidad, sus primas, sus vecinas, sus comadres y toda persona por ella conocida. Ama escaparse un rato a la cocina durante las ruidosas fiestas a las que es convidada habitual. Allí, entre sonrisas y guiños de ojos que enaltecen a las criadas, cosecha noticias frescas, cual novelista a la caza de anécdotas precipitantes de historias.
Mela, prima lejana de un amigo de mi cuñado, me distingue entre sus amigos, alaba cada uno de mis logros profesionales como hazañas, como hitos señeros, como mantos de pluma de dodo, casi.
Mela. Mela, querida. Siempre quise llamarla y preguntarle qué pensaba de todo esto porque sólo alguien como Mela, dotado de ese fino oído social que le permite detectar el roce indebido el cuchillo destinado al pescado con el de las carnes rojas, en un banquete de total etiqueta, podría descifrar las inscripciones que me siguen poblando de interrogantes, de abismos y laberintos que elaboro como señales que me envía el Cielo, como signos finales de una profecía cuyos orígenes empiezo a trazar incluso en mis días escolares, en aquella ahora supuesta manía de adjudicar valores mitológicos a la remota toponimia aprendida en las lecciones de geografía en el colegio de monjas.
Mela lo vería con absoluta claridad y me explicaría, quizá, los pasajes más oscuros que tanto me confunden haciéndome perder el sueño, deslumbrándome mientras conduzco por las calles de la ciudad, entre anuncios iluminados que me remiten otra vez, cada vez, al misterio irresoluto.
Mela le ha resuelto historias parecidas a muchas conocidas. Vaporosa, cual si vistiera anchas batas de sacerdotisa autorizada, Mela en ocasiones similares se pasea de un extremo a otro de la sala de su casa o se levanta ágil de los sillones que asume como propios en las casas amigas, tras asomarse al balcón que mira a la delirante ciudad, como para ser besada por la luz de la luna y adquirir así mayor e infalible sabiduría, para ser bendecida por las estrellas que rompen la integridad de la noche, antes de explicitar su visión del asunto de pronunciar la inapelable sentencia. Mela entonces fuma un rato sus perfumados cigarrillos mirando, como divertida, a su público y, tras lanzar un par de anillos de humo, asevera, pero no de una forma intimidante y definitiva, sino más bien como preguntando y resaltando, a la vez, los aciertos de sus interpretaciones.
Mela tiene un estilo muy particular de reconstruir sus historias, de magnificar los datos apenas sugeridos o intuidos. Su histrionismo se incorpora a la historia misma y la lleva serpenteando por senderos de verosimilitud insospechada, sorprendentes, pero posibles, a veces maravillosos, aunque indudablemente realistas. Mela recrea la historia de un divorcio o de un amor con exuberante delicia. Cada secuencia es un retablo barroco, salpicado de los más extraños ornamentos: plantas no muy bien descritas, pero de insoslayable valor teúrgico; flores de polen afrodisíaco, hojas con poderes alucinógenos; la fauna autóctona; en una palabra, todo lo que sustenta la farmacopea local: piedras de reptil, pezuñas, cerdas de gallináceas, vértebras de mamíferos acuáticos, además de tipos y trajes del color local.
Mela enriquece cada relato con la descripción exacta del aire de un personaje, con la reconstrucción casi etnográfica de su contexto, con una gracia que todos celebran y agradecen en medio de una tediosa reunión. Sin embargo, cuando me atreví a plantearle este asunto que me lleva a ti, tantas veces, y me trae de vuelta a mis cavilaciones más íntimas, no supo, o no quiso, responderme. Se sumió en un mutismo para mí extrañó, aunque su versatilidad social, su extrema prudencia ante ocasiones similares, hizo menos apabullante para mí el resultado de su reacción. Me dijo que lo pensaría, que no podía contestarme en aquel momento. Pienso que tal vez nos conocía a ti y a mí lo suficiente, o lo insuficiente, tal vez, como para atreverse a dar una solución a la ligera. Después de aquel día, pasaron varias semanas, meses tal vez, antes de volverla a ver. Nos encontramos en una improvisada reunión de trabajo que convocó el Ministro para plantear un proyecto conjunto de colaboración y luego algunos de los presentes formamos un pequeño grupo y fuimos a almorzar. Vi a Mela como un poco distendida. Era y no era la Mela de siempre. Quizá tenía miedo de que le preguntase por la respuesta que aún esperaba. Disuelto el grupo, la llevé a su casa y en el camino me invitó a tomar una taza de café con ella.
Cuando menos lo esperaba, me dijo que había estado pensando en mi consulta, pero que no tenía clara aún la respuesta, que no fuera a presumir desinterés de su parte. “¿Lo quieres?”, me preguntó a quemarropa. “Lo quieres mucho, ¿verdad? Pero te inquietan muchas cosas acerca de él. ¿Desde cuándo no hablan o se escriben?”. Y como una cascada de río impetuoso y crecido me lanzaba preguntas, una tras otra, cuyas respuestas, a veces, venían en las mismas preguntas o las formulaba ella. “Ustedes se quieren. Lo sé por la forma como él me pregunta por ti y tú por él cada vez que los veo. No sé si es un amor predestinado; pero está allí”. Yo empecé a ruborizarme y, al mismo tiempo, sentía una tranquilidad insospechada. Hablábamos como si lo hiciéramos de tal cosa, como si no importaran las convenciones sociales, a las que ella con tanta frecuencia aludía, a veces incluso de manera sarcástica y muy peyorativa. “Él coquetea conmigo. Lo sé; pero no hay más que eso, galantería, dirás tú, quizá. De veras la pasamos muy bien cuando coincidimos y siempre establecemos una camaradería cómplice; pero hasta allí”. No fumaba, no se movía de su asiento, no buscaba la unción de la luna ni de las estrellas. Casi a quemarropa, sin preguntar sino aseverando en el más puro estilo de las afirmaciones, me señaló: “Ustedes se aman, él a ti y tú a él. No hay duda. No hay objeción en ello. A mí me gusta ese amor de ambos, aunque te pueda sorprender mi posición. Lo celebro casi como una madre, como tu amiga de siempre, como la amiga que he empezado a ser de él. La distancia los separa, es cierto. Quizá sea insalvable. Lo intuyo de alguna manera, cosita hermosa, amor mío”. Y entre muchos apelativos cariñosos, me dijo algo que ya intuía en mi corazón: “ustedes han sido amantes en muchas vidas anteriores. Quizá vinieron a ésta a aprender el valor de la separación, el dolor de no consumar su amor. De allí esos pálpitos y presagios que sentías desde la niñez”. No sé si hicimos un vago silencio, incómodo o no, pero Mela continuó de una forma inusitadamente serena para su personalidad: “Hay algo que deseo decirte. Pronto moriré. Quizá de tristeza, lo siento así. No importa. No me duele irme. He sido feliz, a pesar de las tragedias que han surcado mi vida”. Se refería quizá a su vida sentimental. “Ustedes, sin embargo, se encontrarán. Estoy segura”, continuó. “Sólo quiero pedirte algo. En una pequeña caja he guardado algunos papeles y apuntes, que sólo en tus manos estarán a salvo. No quiero que mi familia los conserve. No los entenderán o tal vez los destruyan sin verlos siquiera”. Ante mi estupor, subió a su estudio y bajó a los pocos minutos con una hermosa caja de papel, amarrada con una cinta roja. “No la abras hasta que yo no esté. ¿Me lo prometes?”. Y luego la conversación fue interrumpida por la llegada de unos invitados que Mela esperaba. Había desaparecido cualquier rasgo de tristeza. Me llevé la caja a mi casa y la guardé.
“No aguanté las ganas, es verdad. No pude soportar la curiosidad. Hasta llegué a pensar que era una treta de Mela. Pocas semanas después abrí la caja y encontré lo que parecía que era un amuleto o un filtro amoroso: me unía a mí contigo”, le escribí.

Horacio Biord Castillo
San Antonio de los Altos, 1998, 2011

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