miércoles, 16 de enero de 2013

Ante una llamada


Para alguien
que relampaguea en la noche

Le había escrito un poema a raíz de su presentación en aquella obra y se lo había hecho llegar de la manera más absurda pero también menos evidente, con la mayor anonimia posible, sin dejar pistas, sin que se pudiera reconstruir la ruta seguida por el común y corriente sobre blanco que contenía unos imprecisos versos llenos de candor y admiración. Eso era todo. Nunca se enteró de quién era el autor, quién era su admirador, quién era el poeta. En realidad, cuando se lo escribí, por nada del mundo hubiera querido que se enterara de que había sido yo quien compuso aquellos versos que tenían más de emoción y sensiblería que de perfección; pero desaparecidas inesperada y dolorosamente las razones que me impelían al secreto eterno, me esforcé por hacerle llegar mis mensajes. Tal vez había pasado mucho tiempo desde entonces, tal vez cometí el error de utilizar un emisario demasiado conocido que por su sola intermediación sembró la duda de por qué tanto ocultamiento y misterio. Le envié mi número telefónico junto con el recado de que me llamara, si le placía; y héteme aquí esperando, cual adolescente despechado, una incierta, hipotética y casi insegura llamada que para mí, sin todavía haberme dado cuenta de las implicaciones, significa mucho y para su juventud inexperta, en cambio, un procedimiento demasiado complicado. La seña es que llame y diga su nombre. Eso fue lo sugerido; pero ahora me doy cuenta de que todo esto parece -o le puede parecer- demasiado misterioso. Es como llamar a la puerta de una casa desconocida y decir “aquí estoy” y ponerse a merced de cualquier situación, de cualquier maniático, de cualquier depravado, porque quién sino un maniático o un depravado se esconde tan perfectamente con tantos disimulos, suspicacias, antifaces y máscaras. Quizás ahora, su pulso, como el mío, tiemble, con solo pensar que tiene que llamar, sin saber exactamente para qué o por qué, a alguien que no conoce y cuyas intenciones, a juzgar por el velo que las ha envuelto, no parecen muy puras que digamos. Yo, debo confesarlo, no me puedo separar del teléfono esperando desesperadamente que repique de un momento a otro. Anhelo recibir, por fin, la llamada, oír la voz entrecortada, temblorosa casi, que me diga “buenas noches, soy…” o “aló, mi nombre es…” para sonreír, y saltar a las nubes, caminar por ellas, danzar con ellas y regresar de nuevo al aparato para decirle algo así como “gracias por llamar. Sólo quería decirte que te cuides mucho y preguntarte si te gustó o no el poema que te escribí”. Dicho lo cual tendré que esperar –fracciones de segundo que me parecerán una eternidad- su respuesta, que vaya usted a saber cuál será: tal vez un “¿a qué poema se refiere?”, o un desconcertante “no he recibido ningún poema”, o un trágico “¿qué es un poema?”, o un petulante “en los últimos seis meses he recibido por lo menos un poema cada semana, ¿cuál de ellos es el suyo?”, o un categórico “definitivamente no me gustó su poema”. Tendría, en consecuencia, que estar preparado para reaccionar ante cada una de estas posibles declaraciones; aunque preferiría imaginar que me dijese algo un poco más dulce, como un conciliador “bueno, el poema no es feo”, lo cual –exaltado como estaré en ese momento- pudiera entender como “sí, me gustó”. Esto, por supuesto, no es lo mismo que “me gustó mucho” o “me encantó” ni mucho menos que “¡guaoooo, es muy hermoso!”, lo que, desde luego, me permitiría ir adelante. Claro, en mi ilusión, no he considerado una respuesta devastadora como “no hablo con desconocidos…”, lo cual terminaría con toda posibilidad de diálogo, siendo, además, que el único que tiene un teléfono adónde ser llamado soy yo. Veo el reloj y me doy cuenta de que ha pasado ya demasiado tiempo, pero sigo pensando y armando las frases que sostendrán el suspenso. Me gustaría, por razones galantes, mantener mi nombre en secreto hasta el final; es decir, me encantaría recibir, una y otra vez, presiones y peticiones para que se lo revele. Entonces le diría algo como “cuando a uno le interesa el número de alguien lo busca en la guía telefónica; en este caso es al revés: tú tienes mi número pero no mi nombre. Si quieres, si te interesa, búscalo en la guía”. Para facilitar su búsqueda le daría, de seguro, la inicial de mi apellido y, quizás, hasta la segunda letra. Dependiendo de su reacción ante esta especie de   crucigrama, pudiera esperar una segunda llamada y sufrir lo mismo que he sufrido esperando ésta, que aún no termina de producirse. También pudiera decirle de una vez por todas quién soy, qué hago, dónde vivo, qué edad tengo y hacer una cita de lo más convencional para merendar o para ir al cine, al parque, al ballet, al teatro, a cenar o a tomar un inocente helado de chocolate; pero tengo temor, lo sé, de ser rechazado sin que le haya dicho que ese poema solamente quería expresar algo que sentí en el momento de su aparición en público y que ahora también quisiera iniciar una amistad, simple, pura y llanamente. Aún no ha repicado el teléfono. De vez en cuando tomo el auricular en mis manos por si acaso recibo la llamada directamente, sin que repique. Si insistiera mucho para que le confiese mi nombre (y ya estoy suponiendo que la conversación va a ser larga y no, por supuesto, de un teléfono público desde donde llaman todas las personas que carecen de teléfono en su casa o de acceso libre a él en su lugar de trabajo) le llegaría a decir incluso que por qué me lo pregunta tanto si, a fin de cuentas, ya me conoce y no sólo eso, sino que lo que dice el poema se lo dije yo personalmente (sin la belleza que -iluso- le atribuyo a los versos) en su propia cara, como anunciándoselo, aunque en aquel momento no hubiera tomado la decisión de escribirlo (esto último, sin embargo, no tendré por qué comentárselo). Se quedaría, cómo decirlo, de una sola pieza, con una enorme curiosidad, hasta con un vago sentimiento de rabia por haberse convertido, de pronto, en objeto de burla, pensará para sus adentros; pero no, no es así, lo único que quiero es que se torture un poquito (dulce tortura, pienso yo), que insista, que encuentre en su memoria el momento, las palabras que le dije y los ojos que, estoy seguro, no me traicionaron porque entonces eran otras mis intenciones, si es que hay alguna ahora. Aún no ha llamado, pero no estoy considerando, ni remotamente, la posibilidad de que deje de llamarme, de que no le interese saber quién le escribió unos cuantos y tal vez cursis versos que su autor (o sea, yo) se empeña en llamar un poema, como si pudiera ganarse con ellos un premio. Nada que llama y pienso que es muy posible que su ego se haya alimentado con los dichosos versos y que, saciada su vanidad, no le interese nada más, ni saber quién es el autor ni mucho menos darle las gracias. Sigo pensando, prefiero pensar, que no me llama por timidez, que sufre por su indecisión y que más pronto que tarde recibiré la llamada y le diré “no temas” y eso calmará su angustia y sus temores y la ansiedad que en mí produce su falta de memoria, porque, en verdad, yo le dije -resumido, abreviado- lo mismo que expresa el poema una noche de domingo, en una sala a medio iluminar, cara a cara, frente al relámpago faraónico de su mirada.
Horacio Biord Castillo
(1994)

No hay comentarios:

Publicar un comentario